Según Deleuze, la tecnología evoluciona con la máquina social de la que forma parte. A quince años de su muerte esta idea parece más creíble que nunca ya que cualquiera puede llevar en su teléfono móvil el politono de la Sinfonía nº 8 de Mahler (la así llamada «de los mil» por sus, supuestamente, necesarios casi 800 cantantes y casi 200 instrumentistas). Y podemos escapar al Pirineo con un iPad 3G gracias al cual desde la tienda de campaña sabremos de la importancia de llamarse Béeln Eebatsn [sic]*. Espero que se entienda la ironía, o sarcasmo en realidad.
¿Entonces, cómo imaginar el futuro? Dado que la ciencia y la tecnología son cuerpo y parte, el límite de la ciencia podría no estar en nuestra imaginación, sino en (la simpleza de) la máquina social de la que formamos parte (lo queramos o no).
Sin embargo, nuestra «maquinaria social» es tal que, por ejemplo, entrar en la facultad de medicina exige un buen expediente académico mientras que para llegar a ser gobernante (político o sindicalista) lo que funciona es ir lamiendo (m)anos* y repartiendo fel(icit)aciones*. Es decir, que el futuro de la ciencia y la tecnología transita por un camino de cabras.
¿Cómo de lejos podríamos llegar con la imaginación? Los estados alterados de conciencia permiten «abrir las puertas de la percepción» (Huxley, etc.). Pero no debemos confundir percepción con imaginación, aunque algunas pisadas marquen iguales huellas, los caminos son distintos. Realmente creo que ni siquiera podemos aceptar que alterar la percepción sea «camino», de la misma manera que tampoco aceptamos un caleidoscopio en vez de un telescopio, para tener una imagen del universo.
¿Entonces dónde queda el poder de la imaginación, si es que existe? Pues no lo sé, no alcanzo a imaginarlo.
Las dos fotos que he traído, por su comparación, me hacen pensar que si bien la imaginación puede ser el esfuerzo inteligente del deseo, nuestros logros en tecnología son de poco mérito en lo que a imaginación se refiere, resultando mediocres copias de la naturaleza.
Y que pasamos por alto que nosotros no somos otra cosa que un producto de la imaginación de la naturaleza.
Creo que lo interesante es vivir poéticamente. Y la imaginación se pone de nuestro lado, tal como explica este raro soneto:
…
Dragones, digo
En su primer peldaño, la escalera
no se sabe escalera todavía.
Percibir que es esfera nuestra tierra
nos cuesta un desengaño. Los sentidos
nos conducen al daño de encontrar
cercana la frontera de sus límites
por alcanzar. Y fuera hay más verdad,
fuera todo es extraño, todo anónimo.Mientras, vamos tensando nuestros cuellos,
midiendo nuestros hombros, elevando
del suelo los talones pretendiendo
descollar. Pronto, cuando veo que unos
versos hechos de escombros se levantan
y vuelan, son dragones, digo. Existen.
…
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*Escrito así para evitar espameos y visitas basura.
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Extraño el soneto así como el post acompañado de fotografías sugerentes que proponen el tema de si la imaginación del hombre es autónoma o si sigue a la naturaleza de la que es una pálida copia.
Leí a Deleuze hace mucho tiempo, su Antiedipo escrito por él y Félix Guattari, pero no puedo decir que me quedara mucho. Vi aquello demasiado complejo y deconstruido. Preferí olvidarlo. Sí que leí con mucho interés Las puertas de la percepción de Huxley. Es una referencia en algunos posts míos. Es una lectura que me marcó. Todavía lo tengo como texto de cabecera. Me quedé con el ansia de probar alguna sustancia alucinógena como el LSD o el Peyote. (Ahora no lo haría. Ya ha pasado su tiempo). Esa búsqueda evidenciaría una relación con las visiones arcaicas (simbólicas) y haría palpable la semejanza (o identidad) entre la mente del hombre y la sustancia del universo.
Primero de todo, gracias por pasar por aquí Joselu. Como ve, hay pocos muebles en casa. El punto de mi reflexión estriba en que tendemos a mirar la naturaleza como si no formáramos parte de ella. Si un panal, un hormiguero o la presa levantada por una familia de castores son «parte» de la naturaleza, también será parte de la naturaleza una urbanización de apartamentos en Torremolinos, ¿no? Son sociedades y sus tecnologías, sin más. Solo cambia la escala.
Siguiendo esta línea, las sociedades que creamos, la tecnología que creamos —y así la ciencia—, las creamos bajo la inteligencia de la naturaleza. Filosóficamente esta idea de Deleuze ha sido apoyada posteriormente, y con mayor frialdad, por científicos como Dawkins. El viejo problema del libre albedrío arrollado en favor del determinismo más angustioso.
(Para escapar de este determinismo angustioso en mi opinión no valen de gran cosa los paraísos artificiales que tan de moda estuvieron a finales de los 60’s —salvo quizá como pequeño trampolín que facilitase la meditación para disolver el ego y librarse así de dicha angustia— porque en lugar de potenciar el lado del «paraíso» condujo a la mayoría por sendas autodestructivas para cuerpo y mente. Si he mencionado el libro de Huxley es a propósito del posible equívoco percepción vs. imaginación a la hora de pensar en ello como herramienta creativa.)
Supongo que lo que me acercó a Deleuze (además de su gusto por el pintor Francis Bacon, pasión que comparto) fueron algunos de sus escritos sobre cine.
No sé si escribió sobre Blade Runner, pero me atrae esa visión común, la de esa sociedad futurista que tanto se parece a las sociedades capitalistas del futuro tal como las imaginó Deleuze; y el desarrollo de esta crisis actual, que es una crisis de sistema, parece dirigirnos en esa dirección.
Finalmente la película Blade Runner nos hace pensar poéticamente, por eso nos emociona (a algunos). Y este raro soneto que he traído (con permiso de su autor) juega también a apuntarse esa pequeña victoria, la de querer imaginar poéticamente la vida.
La experiencia lisérgica, antes y al margen de sus utilidades para esto o aquello, es algo digno de vivirse: la imaginación no le hace justicia, del mismo modo que alguien a quien le explicáramos qué es un orgasmo o que ‘se hiciera una idea’ del mismo seguiría en la periferia del fenómeno, muy lejos de la ‘real thing’, que dicen los ingleses. Puestos a caer en la trampa de los sucedáneos verbales, apuntemos al menos que lo de los paraísos artificiales hiede en intención y concepto, al vincular la experiencia a la religión y sus embelecos: se trata más bien de visitar un parque temático formado por nuestros recuerdos e impresiones más hondas, un descenso a las profundidades que puede ser venturoso, pero nunca está exento de riesgos.
Al, gracias por la recomendación, pero independientemente de lo digna que sea de vivirse como experiencia (pongamos que bastante más allá del puenting —no quiero ser sarcástico en exceso, pero un poco sí) no le encuentro sentido (en mi contra, esto es un a priori). No voy más allá del sentido por no entrar en lo da la utilidad pues no es el caso. Quiero decir que aunque le pusiéramos el cum laude (y de usted me fío) en cuanto a sensación, aún como «experiencia» debería interactuar en la esfera adecuada de la realidad. Creo en la utilidad (parcial) de dichas «experiencias» (igual que las creo de nuestra vida durante el sueño), pero solo en la medida de que se proyectan sobre la esfera de la vida física (la que solemos considerar «real», es decir, la que atañe a la entropía de nuestro cuerpo etc.)
Ciertamente tampoco me gusta el nombrecito «paraíso artificial», ya que lo de «artificial» no me parece oportuno, y lo de «paraíso» no parece que sea tal en todos los casos. Lo de los embelecos de la religión, allá cada cual, yo llevo algo del Manuel Unamuniano conmigo.
Me gusta lo de la «visita a nuestro propio parque temático interior». Es adecuado, pero no es más que eso, como un descanso en el camino para echar un trago. Me resulta contradictorio pensar que haya más belleza en el motor de un reactor que en el viaje hacia donde ese reactor te pueda conducir.
Pero, retomando el hilo del post original, parece que la imaginación que nos ha dado forma (la imaginación de la naturaleza, el diseño con el que los genes nos conforman) nos limita más de lo que parecemos dispuestos a asumir inmodestamente. Y que finalmente, nuestro ser poético es el que se salva (o el que podría salvarse). En nuestro ser poético todo es posible. Incluso el asesisato. Así lo descubrieron Breton y los surrealistas. Como el niño que descubre su poder aplastando insectos. Ahora, nuestro yo poético bebé (aquél poeta surrealista que llevamos dentro) debe madurar y dejar de aplastar insectos. No conocemos el camino, eso es lo maravilloso y la mayor dificultad).
Detrás de ese escepticismo sobre lo que pueda o no la embriaguez late la fe: en que algo se debe salvar (¿de qué?), en que todo lo que no valga (¿para qué?) hay que descartarlo —en la realidad, en fin, y el hilo que la teje: el juego del todo y nada, que vienen a ser lo mismo: en nombre de esto y aquello, todo lo que no se pliegue se considerará accesorio, perjudicial, ‘nada más que’ tal y cual. No digo yo que haya pócima en el mundo capaz de curarnos de esos reduccionismos; pero cualquier indicio en ese sentido despertará siempre mi interés y contará con mi simpatía.
Curiosa deducción, Al, que bien pueda ser así donde apliquen una moral puritana. Pero me resisto a hacerla mía. Mi esfuerzo se centra en que la vida está en este lado y que la imaginación debe operar aquí y ahora. Que por medio de la imaginación organicemos el mundo de forma más bella, justa y en ausencia de dolor, y que ésto sea lo sagrado. Salvar la vida, no la muerte. La muerte ya está a salvo desde siempre.