En la entrada anterior, un texto de Philip Larkin explicaba cómo, para la mejor comprensión de la poesía a su modo de ver, resulta importante la lectura de la página impresa en contraposición a su mera audición.
Una de las razones esgrimidas era que la vista alcanza a intuir la proximidad del final, colaborando así a valorar la importancia y el peso de cada parte en relación al todo (el desarrollo del discurso, sentir la velocidad con la que el pensamiento crece para llegar a un desenlace —añado en mi modo de entenderlo).
Pero hay algo de personal en su apreciación, tal como se desprende de la lectura de su poesía. Su preocupación por la proximidad del final está muy presente en su vida diaria. El final de todo. O sea, que se preocupa por lo que queda de poema, pero mucho más se preocupa por lo que queda de vida. Y es su mayor miedo.
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ALBADA
De día, trabajo, y, por las noches, bebo
Me despierto a las cuatro y, en la oscuridad, miro.
Pronto habrá luz en torno a la cortina.
Mientras, contemplo lo que siempre está ahí:
la inquieta muerte, un día más cercana,
que me impide pensar en nada sino
en cómo, dónde y cuándo he de morir.
Áridas cuestiones: pero el miedo
de morir y estar muerto
me deslumbra de nuevo y me horroriza.
Mi mente queda a ciegas. No de remordimiento
—el bien no hecho, amor no dado, el tiempo
perdido— ni de desdicha porque
una única vida pueda tardar tanto
en liberarse —o no— de un mal comienzo;
sino por el vacío total, eterno,
por la extinción segura hacia la cual
viajamos y donde nos perderemos. No estar
ni aquí ni en ningún sitio,
y eso pronto; no hay nada más atroz y verdadero.
Es un modo especial de tener miedo
que nada desbarata. Lo intentaba
la religión, vasto brocado musical apolillado,
hecha para fingir que no morimos,
o sandeces capciosas como: Ningún racional
puede temer lo que no siente, no viendo
que eso es lo que tememos: no ver, no oír,
no tocar, ni gustar, ni oler, no tener nada
con que pensar, amar, relacionarse,
una anestesia de la que nadie vuelve.
Y así, en los márgenes de nuestra visión,
hay un punto borroso, un escalofrío
que torna todo impulso en titubeo.
Muchas cosas no pasan: ésta sí.
Y darnos cuenta de ello nos irrita
con un miedo que abrasa cuando estamos
solos o sin bebida. Ser valiente
no sirve; es no espantar a otros. El valor
no libra a nadie de la tumba.
Se muere igual gimiendo o resistiendo.
Crece la luz, el cuarto toma forma.
Todo eso es evidente: lo sabemos,
lo hemos sabido siempre, no hay escape,
pero no lo aceptamos. Algo ha de irse.
Ya en los despachos cerrados preparan
sus timbres los teléfonos, y el mundo
intrincado, desgarrado, impasible, despierta.
No hay sol, y está blanco como arcilla el, cielo.
El trabajo espera.
Van de casa en casa carteros y médicos.
[…] ahí, porque comienza a parecerme sintomática la hora: Las cuatro. En el anterior post (su poema albada), lo mismo. Y creo que hay más, pero me voy a quedar con […]