En mi post anterior (¡¿oxímoron?!) les contaba que mi encuentro con aquel soneto de José Hierro fue en la voz del propio poeta. La voz de José Hierro sonaba grave y aterciopelada. Además, mostraba elegancia en el equilibrio entre la entonación natural y su adecuación a la métrica y al ritmo, como si fuera un Fred Astaire de las palabras.

Este elegante equilibrio está también en el cuerpo de sus poemas y se percibe en la página impresa. Después de haber escuchado algunas grabaciones más del autor, resulta que ahora me parece oírle de fondo incluso cuando leo poemas que nunca he escuchado antes en su voz.

Pero, en general (es decir, en la poesía de otros autores que también me gustan), esto no suele funcionar así. Más bien al contrario; y es a propósito de esto que traigo el siguiente texto con el que me encuentro de acuerdo. Se trata de una introducción escrita por el poeta Philip Larkin para ser leída antes de un recitado de su poesía:

    «Yo no doy lecturas, claro que no. Es verdad que he grabado tres de mis colecciones, pero sólo para demostrar cómo deben leerse. Escuchar un poema, al contrario de lo que ocurre cuando se lee en la página, implica perderse muchas cosas: la forma, la puntuación, la cursiva, incluso saber cuánto queda para llegar al final. Leer el poema desde la página implica que puedes ir a tu propio ritmo, penetrando en el poema de la manera más apropiada. Escucharlo supone que vas a ser arrastrado al mismo ritmo que impone el rapsoda, perdiéndote cosas, saltándote cosas, sin llegar a penetrar de verdad en el texto, confundiendo «vacas» con «bacas» y cosas por el estilo… Puede que el rapsoda interponga su propia personalidad, para bien o para mal, entre el lector y el texto. O, incluso, por el mismo motivo, puede que el público llegue a interponer la suya propia. No me gusta escuchar cosas en público, ni siquiera música. De hecho, creo que las lecturas de poesía surgieron por una falsa analogía con la música: el texto es la «partitura», la cual no cobra vida hasta que se «interpreta». La analogía es falsa porque la gente sabe leer palabras, pero no música. Cuando escribes un poema, pones en él todo lo que necesita; el lector debería poder escucharlo con la misma claridad con la que lo percibiría de estar tú recitándoselo en la misma habitación. Y claro, esta moda de las lecturas poéticas ha producido un tipo de poesía que se entiende al primer intento: ritmos facilones, emociones facilonas, sintaxis facilona. No me parece que esa poesía llegue a traspasar límites de la página.»

Pero ahora cada vez más leemos en pantallas (a veces diminutas) en lugar de en el papel impreso. Así, algunos de estos argumentos pierden valor; otros persisten.

Y con esta reflexión me invade una cierta nostalgia que no quiero hacer mía.